I. Cielo y Tierra (II)


—¡Yo también puedo luchar!

La vocecilla del niño estaba teñida de ira y rabia contenida. Pero eran las lágrimas que rodaban por sus mejillas las que hacían que las risas de los guerreros resonaran por toda la fortaleza, provocándole aún más. El muchacho no tenía más de diez años, aunque su porte orgulloso y la maestría con la que sujetaba la espada le hacían parecer mucho mayor.

Yo le conocía. Era uno de los muchos huérfanos que Whiptall entrenaba en su armería. Uno más de todos los que correteaban alrededor de las chozas de madera del poblado desde hacía varios ciclos. Había perdido a sus padres durante una incursión de los Perros del Gran Lago, bárbaros sin patria ni ganas de ella que llegaban asolándolo todo a su paso, como una plaga descontrolada.

Durante siglos, la imponente fortaleza de Krymaria se había defendido de ellos. Sus muros de piedra, de tres metros de grosor y veinte de altura, habían repelido ataques de todos los pueblos que habían querido conquistarla. La mayoría se habían dado por vencidos mucho tiempo atrás, pero los Perros lo intentaban una y otra vez, cayendo sobre los terrenos de labranza en ataques inesperados, quemando bosques e infraestructuras junto a los ríos, mutilando y torturando a todo aquel que se cruzara en su camino. Una lucha encarnizada con la destrucción como único fin.

Con la presencia del invierno, después de una larga estación cálida dedicada a rechazarlos, habían llegado noticias de que se retiraban, cansados ya de no poder abatir a su presa. Pero los guerreros no se habían resignado a verles volver a la siguiente primavera, y habían partido tras ellos, dejando Krymaria totalmente desprotegida.

Durante días, los extranjeros habían jugado con los guerreros hasta perderlos, y finalmente, regresaron a la fortaleza para terminar lo que habían empezado muchas lunas atrás, cargando sobre nosotros por la noche, como ratas hambrientas. Muchos no volvieron a ver la luz del sol. Otros sólo pudieron verlo unas horas y, si no tenían suerte, varios días. Pero la enfermedad y las infecciones acabaron con las pocas vidas que habían dejado los Perros. Entre estos últimos se encontraba el padre del niño.

Le habían puesto por nombre Darien, en honor al dios Daron, el del puño de acero y la espada invencible. Aunque sus lágrimas no le hacían parecer ahora un guerrero y mucho menos, de acero e invencible.

Los guerreros habían vuelto, y tras descansar durante el invierno, se ponían en marcha para buscar venganza. El quería acompañarlos, y no podía hacerlo.

Yo podía entender su rabia, su ira y su dolor. Mi madre también había caído en la incursión.

Antiguamente no sólo le habrían permitido ir sino que habría estado obligado a castigar al asesino de su padre, tuviera la edad que tuviese. Las leyes de los guerreros eran duras e implacables en cuanto a la venganza. Pero esas leyes habían cambiado unos meses atrás.

Se había acabado el gobierno de los guerreros como establecían las antiguas normas de los dioses, grabadas en la piedra erguida de Tarsa Dûm. El equilibrio residía en la paz de las dos castas, y tal paz no existiría nunca si una se dedicaba a someter a la otra. Por eso, cada cierto tiempo el gobierno cambiaba. Concretamente la noche en que Salaintè, la luna blanca, y Morava, la luna roja, brillaban las dos juntas, llenas en el cielo. Tal fenómeno se daba cada ciento treinta y tres ciclos de Salaintè, casi once años según el calendario solar por el que Krymaria rara vez se regía. Apenas tres ciclos atrás las dos lunas habían iluminado la noche con su brillo y la casta de los guerreros había cedido el poder a las sacerdotisas.

La primera ley promulgada fue la de que la fortaleza jamás volvería a quedarse sin protección. No irían a la guerra jóvenes menores de quince años ni ancianos. Y a cada miembro de la casta sacerdotal que aún no se hubiera consagrado se le asignaría un guerrero que velara por su seguridad, que jamás se apartara de su lado. A esta unión se le denominó en la lengua antigua Il-Tabari, Vínculo de Protección. Los guerreros aún no habían terminado de asumir tal ultraje, pero su tiempo de gobierno había expirado y debían acatar las órdenes. Estas medidas no sólo les resultaban humillantes, sino que reducían en gran medida sus efectivos y los limitaba en la razón básica de su existencia: la guerra. A mi me parecía una medida lógica ya que un consejo de sacerdotisas gobernaba en Krymaria y no tenían más conocimientos de lucha que el propio instinto de supervivencia. Y ahora quedábamos muy pocas.

Para desgracia de Darien, no sólo su edad le impedía unirse a la batida sino que además me había sido asignado como Tabarie, como Protector.

Más allá de eso, comprendía su necesidad de buscar venganza, ya que yo misma la sentía. Sólo nos diferenciaba la forma de encarar el asunto. Yo había nacido con la marca de la diosa Eala en la base de mi columna, y eso me señalaba como sacerdotisa. Nunca podría tocar un arma para que el acero no mancillara mi intelecto. La elocuencia sería mi única espada y una lengua vivaz mi único escudo. Pero él era un guerrero de casta. Uno que probablemente llegaría lejos, según se comentaba en ciertos círculos que yo no debería conocer. Y cuidar de una niña de ocho años no entraba dentro de sus planes.

Vi cómo limpiaba sus lágrimas y cargaba contra el guerrero que se reía de él. Las carcajadas subieron de tono cuando una zancadilla le hizo caer al suelo. No esperé a que se levantara. Me acerqué con pasos firmes y largos, lo que más tarde me valdría una regañina de Luanna. Me ubiqué entre el muchacho caído y el guerrero burlón, y grité con toda la fuerza que me permitieron los pulmones:

—¿Así se enseña a los niños de los guerreros? ¿Revolcándolos en el fango?

El hombre se carcajeó aún más, aunque ahora la risa no llegaba a sus ojillos castaños, que me atravesaban como dagas.

—Es una forma tan buena como cualquier otra —se encogió de hombros, adoptando una pose de indiferencia—. Y hay veces que para proteger a un ser querido no está demás darle un buen revolcón en el barro.

No lo entendí, por eso mi enfado aumentó, y toda la elocuencia que pudiera haber aprendido, desapareció de mi cabeza.

—¡Dejadle en paz! ¡Es tan sólo un muchacho que quiere vengar a su padre!

—Por eso no vendrá con nosotros. Una venganza se planea con la mente fría; sin ira, sin rabia – su voz estaba teñida con un tinte gélido que me congeló en el sitio, verdaderamente asustada –. Sólo intentaba hacérselo entender de manera que no se le olvidara nunca.

¡Ojala yo tampoco lo hubiera olvidado! Una lección gratuita que más me hubiera valido aprender.

—Pero vos no le ayudáis en nada, minando su hombría, intentando protegerle con vuestro cuerpecillo de niña, aún más humillante por el hecho de que sois su Tabaria —replicó el hombre, ahora serio, esbozando apenas una reverencia burlona.

Me volví para que Darien pudiera desmentir sus palabras. Yo sólo quería ayudar y seguro que lo sabía. Pero él ya se había levantado y me miraba desde arriba, profundamente herido, con los ojos grises brillantes por el odio. Escupió al suelo, a mis pies, antes de marcharse de mi lado. El único sonido que se oyó en la plaza llena de guerreros fue un suspiro trémulo que escapó de mis labios.

1 comentario:

J.P. Alexander dijo...

Me parece muy interesante sigue. Extraña tus escritos

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