II. Tierra y Cielo (III)



Todos los días la veía preparase para ocupar su lugar entre los de su casta. Su consagración se llevaría a cabo en un mes y, si por lo general era intratable, de un tiempo a esa parte se había vuelto del todo insoportable. Durante años había aprendido a leer, a escribir, a tocar instrumentos, el arte de la sanación… Ahora se dedicaba a mejorar esas artes, a ensayarlas una y otra vez hasta que el hábito y la costumbre las convirtiera en parte de ella. Un verdadero aburrimiento.

En ese momento caminaba erguida, sosteniendo un libro en la cabeza, otro con la mano izquierda y una manzana en la derecha. Devoraba más la literatura que la fruta, mientras se paseaba de un lado al otro de la enorme estancia, una sala rectangular cubierta de alfombras y absurdos tapices que representaban la historia de la creación. Un bonito cuento que ni los niños de pecho se creían ya, pero que las sacerdotisas utilizaban para intentar demostrar la legitimidad de su soberanía. ¡Ja!

Escupí a una bacinilla que había junto a la silla en la que estaba repanchingado, ganándome una mirada reprobadora de Luanna y una mueca de asco de mi joven Tabaria. Sonreí a ambas con socarronería, continuando con el balanceo de mi pierna sobre el reposabrazos, consciente de lo mucho que les molestaba aquello. Que un guerrero como yo tuviera que dedicarse a seguir el absurdo ir y venir de una mocosa perezosa y malcriada, intentando no morirme por el sopor que me producía, era más de lo que mi casta podía tolerar. Y aún así, no nos quedaba otra opción. ¡Malditos los sacerdotes y sus absurdas normas! Solté otro escupitajo en la bacinilla, haciendo un ruido desagradable contra el latón.

—¿Te importaría dejar de molestar? —más que preguntar ordenó, en un tono bastante autoritario—. Intento memorizar el Libro Sagrado.

Levantó el ejemplar en cuestión lanzándome una mirada verde esmeralda que intentaba intimidar. Quizá lo habría conseguido, si no llevara cuidando de ella nueve largos años. Al principio, esa tendencia a mangonearme, me había molestado. Ahora me hacía más gracia que otra cosa. Era peor cuando conseguía enfurecerla y perdía esa fachada de sacerdotisa altiva y modosa. Entonces ni me molestaba ni me hacía gracia. Más bien conseguía que mi sangre hirviera en las venas, tentándome como ninguna otra mujer. Pero encontraba esa sensación mucho más apetecible que las anteriores. Por eso, no pude dejar de replicar:

—Ya lo has memorizado. Lo recitas cada noche antes de dormir —dejé escapar un suspiro de aburrimiento a la vez que ponía los ojos en blanco—. El insomnio no me desvela desde que empezaste a leerlo.

Capté la risilla que a punto estuvo de escapársele a Luanna, conteniendo la que bailaba en mis propios labios al ver que, esta vez, su mirada contenía veneno puro.

—Ja-ja. Muy ingenioso. Quizá puedas pedirle a Lu que te forme como sacerdote. Con un poco de suerte no tendría que soportar más tu intolerable presencia.

—Ilya, compórtate —regañó la mujer sin poder ocultar del todo la nota risueña de su voz.

—¿Y la que tiene que comportarse soy yo? —gimoteó indignada—. ¿Te parecen correctos sus modales? ¿No piensas hacer nada al respecto?

La anciana mujer se levantó renqueante del duro asiento de madera y tosió un par de veces antes de contestar en su habitual tono pausado:

—Sí, mi niña, voy a prepararme una tisana. No estoy segura de cómo lo hacéis, pero siempre conseguís levantarme dolor de cabeza. Cuídala bien en mi ausencia, Darien.

Salió de la gran habitación con porte majestuoso a pesar de sus ochenta y seis años, o quizás, a causa de ellos. Le sonreí con cariño antes de que cerrara la puerta. Era la única de su casta que merecía mis respetos, sobre todo, teniendo que bregar con una pupila como la suya. La joven en cuestión, aprovechó que nos habían dejado solos, para lanzarme el Libro Sagrado a la cabeza. Agradecí su pésima puntería cuando el maldito libro golpeó mi hombro y salió despedido, directo a la bacinilla. El ruido que sonó al caer y la cara de espanto de la muchacha pudieron con mi resistencia y comencé a reír con fuerza.

El genio de Ilya explotó al contemplar mi hilaridad y, apretando fuerte lo que quedaba de manzana y el libro de la cabeza, me los lanzó con sus pocas fuerzas, sin fallar esta vez el objetivo. Luego se acercó, perdiendo la gracia característica de las sacerdotisas para patearme las espinillas. La risa murió en mis labios cuando golpeó un lugar especialmente sensible.

—¡Suficiente! —exclamé, lanzándola de un empujón al suelo.

Verla tendida en el piso, apoyada en los codos, con la falda algo levantada y sus ojos verdes taladrándome con ira, casi logró superar mi moderada capacidad de autocontrol. Lo que hice después la minó por completo.

Me levanté despacio y caminé hasta ella estirándome en toda mi altura. La alcé sin esfuerzo, rodeando su cintura con un brazo, impidiéndole la huída.

—¿Sabes lo que ocurre —comencé en voz baja, enronqueciendo la voz— cuando un guerrero es molestado?

Abrió los ojos desmesuradamente, como si estuviera atemorizada. ¡Maldita idiota! Sería capaz de temerme tras nueve años.

—El guerrero reclama una compensación —terminé, acercando el rostro.

Una falsa exclamación de sorpresa surgió de sus labios.

—¡Oh! ¡Estoy aterrada!

Era demasiado pedir que por una vez lo estuviera, más aún cuando en ese momento estaba demasiado cerca de sufrir un ataque… No excesivamente violento, pero un ataque al fin y al cabo.

—Puede que no —una maliciosa sonrisa se esbozó en mis labios—. Pero seguro que después lo estarás.

Y devoré su boca como llevaba soñando desde hacía varios meses. El respingo que dio no fue fingido, ni tampoco la sorpresa e incredulidad que despedía el verdor de sus ojos. Pero Ilya no se dejaba vencer con facilidad y, pronto, cerró los párpados y respondió al beso abriendo los labios y rodeándome el cuello con sus tiernos brazos. Haciéndome víctima de un ataque mucho mayor.

No permití que aquello durara mucho tiempo más. Corría el gran peligro de no poder detenerme y, por más que me apeteciera, sería un ultraje a las leyes meter a la mocosa en mi cama. Necesitaba enfurecerla de inmediato, para que borrara de su rostro esa expresión de placer que me tentaba a besarla de nuevo.

—Ya sabes lo que te pediré la próxima vez. Aunque quizá te haya gustado y no tardes en molestarme de nuevo.

La ira no afeó sus rasgos de niña-diosa y el cabello rojo pareció erizársele, como una llama ardiente, alrededor de su cabeza. La bofetada que me asestó, quizá algo merecida y del todo esperada, resonó en toda la sala. Después, se irguió altiva para lanzarme su típico comentario mordaz.

—Ten cuidado tú, no vaya a haberte gustado demasiado —dio un paso hacia mí, recorriendo mi cuerpo con la mirada de forma descarada—. Y desinfla tu ego. Otros lo han hecho mucho mejor.

Se volvió, haciendo ondear su falda, dejándome ver un atisbo de los finos tobillos. Salió de la habitación sin lanzarme siquiera una mirada desdeñosa, prueba de lo ofendida que se sentía.

¡Al diablo con ella! ¿Quién demonios la había besado antes? ¿Y quién la había enseñado a comportarse como cualquier cortesana de burdel? Desde luego representaba el papel a las mil maravillas y el dolor de mi entrepierna lo probaba con creces.

Lancé un puñetazo airado a la pared, dejando el muro marcado y mis nudillos magullados. Un rasguño de nada en comparación a lo que los celos hacían en mi pecho. ¡Zorra!

Yo la había vigilado bien. ¿Cómo había conseguido burlar mi guardia para encontrarse con un amante? ¿Uno? Ella había dicho «otros». Otro puñetazo y más dolor.

La ira me embargó durante los días que siguieron. Había empezado un juego que ahora no sabía cómo detener. Precipitando las circunstancias que propiciarían mi pronta caída y posterior destierro.

¡Maldito idiota!

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